Un sueño caminante iba un día por una senda en actitud introspectiva. Por ratos el camino era plácido, rodeado de un gratificante verde. Por otros, el camino resultaba áridamente hosco, huraño y solitario.
Aquel sueño tenía grandes reservas de energía vital. Se alimentaba de ver la naturaleza y de conocer otros sueños. En su larga caminata, ya de varios años, siempre respiraba profundo y veía el verde hasta el horizonte y así cargaba sus fuerzas para seguir la marcha, pudiendo atravesar fácilmente la desolación de los desiertos que a veces iban apareciendo en la ruta.
Cuando iba acompañado de otro sueño, el camino era más sencillo. Cuando lo hacía solo, la ruta era más difícil pero a este amigable sueño nunca le había faltado la fuerza para seguir siempre hacia adelante.
Caminar era su condición. No sabía por qué lo hacía, pero sentía que debía hacerlo. Tenía la certeza de que un día llegaría a un destino, lo cual le animaba a seguir siempre la marcha.
En una oportunidad, el sueño se enfrascó en sí mismo. Había pasado muchos años caminando por aquel sendero sin percatarse de que llevaba demasiado tiempo sin admirar el paisaje. Cuando lo hizo, cayó en cuenta de que llevaba muchos meses sin ver vegetación y sin beber agua. Sus fuerzas habían mermado. No había plantas a su alrededor. La aridez de aquel desierto se le imponía. La situación empeoró cuando se dio cuenta de que por aquella senda sólo se cruzaba con pesadillas.
Las pesadillas eran malos sueños, su color era gris y se alimentaban de la tristeza y de la desolación. Por donde pasaban, poco a poco iban chupando cualquier vestigio de alegría. Su alimento favorito era el pesimismo, aquella nefasta certeza que tenían algunos de que todo iba a salir mal.
Anduvo caminando un tiempo más aquel sueño por ese horrible lugar y se fue sintiendo cada vez más cansado. Al caer en cuenta de que no tenía energía, se sintió perdido. Por un instante pensó en volver pero sintió que sería inútil. Ya llevaba mucho tiempo sin ver agua, vegetación u otros sueños.
Su destino era seguir, pero no pudo. Vio una piedra y tristemente se sentó a esperar lo peor, dejarse consumir en aquel árido desierto hasta esfumarse por completo. Ante esa realidad, era imposible ser optimista lo cual, en un círculo de infortunio, alimentaba a las pesadillas que por allí pasaban. Cada mal sueño que llegaba se llevaba un pedacito más de aquel sueño para mantener el desierto como un reino de tristeza.
En medio de aquella agonía, el sueño comenzó a ver espejismos. Dos pozos de agua clara aparecieron ante sus ojos. Él, confundido, no sabía si estaba viendo doble. El agua le parecía muy real y la dulzura, la placidez, la alegría de sentir que había encontrado el vital líquido le dio las fuerzas para seguir caminando un poco más allá. Se puso de pie y trató de llegar al agua pero al acercarse, desfalleció.
Por un rato perdió el sentido. Cuando lo recobró, pudo ver allí frente a él las dos lagunas de agua clara. Eran los ojos de otro sueño que cargado de energía había llegado allí desde el otro lado del camino. El sueño de ojos claros, con el rostro iluminado, le dio un poco de agua a su nuevo amigo y cuando éste se hubo recuperado, comenzaron a charlar. Ambos sueños compartieron sus vivencias gratas y sus sueños y así se alimentaron mutuamente.
En aquella desolación, juntos decidieron salirse del camino para buscar un campo verde. Entre los dos harían un nuevo camino y contando con su mutuo apoyo nada les quitaría la energía.
Marcharon así un tiempo cuando finalmente encontraron un campo completamente distinto a cualquier otro lugar que hubieran visto. Era el lugar más hermoso con el que cualquiera de los dos se hubiera topado.
Luego de muchos años caminando, habían llegado a la meta final, al lugar donde los sueños se hacen realidad para así tener nuevos sueños.