Del Valle del Lomo al Monte del Canto

Esta semana, hemos conocido la noticia sobre la profanación de la tumba de Don Rómulo Gallegos. Desempolvo este cuento que escribí en el 2009 como homenaje para él (18/06/16).

Ellas vivían allí, normalmente a oscuras, cada una ocupando su terreno. En urbanizaciones grandes o a veces más pequeñas. Todas ordenadas, presas de su casa, sin poderse mover. Sus casas eran sin techo, esperando aquel momento mágico, que de cuando en cuando ocurría, en que llegaba la luz.

La urbanización comenzaba en el Valle del Lomo. A veces, la primera casa era más grande. Desde allí estaban dispuestas de manera muy ordenada hasta el Monte del Canto, en hileras, proporcionalmente distanciadas.

Siempre, del otro lado del monte solía haber otro valle y más allá otro monte. Lo curioso es que todos los valles y todos los montes se llamaban igual, el Valle del lomo y el Monte del Canto. Valle-monte, monte-valle se extendían las casas, todas simétricamente dispuestas y todas con una sola habitante, en múltiples urbanizaciones, por un inmenso territorio que alguna vez fue blanco pero que con el pasar de los años se fue poniendo de un color entre el gris y el marrón.

Las habitantes de las casas eran negras, aunque a veces la primera de cada urbanización tenía algún otro color y llamaba la atención porque además solía ser más grande.  Al ella le llamaban La Capital. Ella era la guía para llegar a las demás.

Se pasaban la vida esperando a que llegara la luz. Solía ocurrir de forma inesperada, pero todas estaban prestas a cumplir con su trabajo. Una a una comenzando por La Capital, iban brillando en orden, devolviendo la luz que recibían. Hilera por hilera iban cumpliendo su misión. Primero todas las filas del valle al monte y luego las siguientes del monte al valle.

Su misión era, en efecto, reflejar la luz. Cuentan que muchos años atrás, en algún lugar de Europa, al primer urbanista lo acusaron de haber diseñado espejos. Por esa historia, ellas, orgullosas de su legado, se sentían felices de devolver la luz que recibían.

Al principio, cuando el terreno aún era blanco, la luz llegaba con mucha frecuencia, pero poco a poco, con el tiempo, las oportunidades que tenían para brillar se distanciaban cada vez más. Ellas, presas de su espacio y de la oscuridad, se iban desesperando, pero siempre, en algún momento, llegaba de nuevo la luz y sin importar el tiempo que hubiese pasado, su brillo estaba intacto.

Un día llegó la luz a aquél lugar y todas las habitantes, prestas a cumplir con su trabajo, tardaron poco en darse cuenta de que sería la última vez. Primero hubo un gran terremoto. Las casas siguieron incólumes con sus habitantes intactas, pero ya no se supo donde era el monte ni donde era el valle. Luego llegó la gran inundación. El agua vino de todas partes. Desesperadas, todas las habitantes trataron de cumplir su misión hasta el último momento, sin embargo llegó un torbellino que las mezcló con las casas y la tierra, quedando sólo una pasta donde nunca más se vería aquel brillo original.

Cuentan que alguien que sobrevolaba el lugar, antes de llegar aquel tornado, alcanzó a ver bajo el agua que La Capital, la más grande, tenía forma de “U” y al mirar hacia su derecha, alcanzó a leer, en la primera fila, “Un bongo remonta el Arauca”. Aquellas letras tuvieron una vida feliz y una muerte digna. Cumplieron su misión hasta el último momento.

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